jueves, 6 de diciembre de 2012

No existen físicos feos, pero sí personas horribles.

Entre indecisiones y caminos a medio recorrer me encontré a mí misma. Esa que siempre está en medio, que nunca está segura de qué zona es mejor, de si hay que quedarse en alguna zona o es mejor huir de este mundo. Esa que se pregunta si la vida es sólo un puente entre algo bueno y algo malo. Esa que piensa que su vida en ese puente es sólo un cúmulo de vértigo y desalojos, de miedos a mirar atrás por si te sigue alguien indeseable, de incertidumbre por mirar al frente y no poder ver quién me espera escondida en esa niebla. Indescriptible y siempre malhumorada, ¿será el humo de tanta hipocresía que me contamina?
Búsquedas y deshechos, momentos en los que el corazón y el tiempo se paraban y se ponían de acuerdo para echar de menos a alguien que jamás estuvo. Rebelde y engañada, escondida entre el maquillaje barato de la pobreza y la suciedad de todas esas bocas que estropean el silencio con sandeces. Quizá es sólo eso: una sandez. Mi vida y sus giros de 180grados, mis locuras y gritos de más de mil decibelios. Todo ridículas entrañas que necesitaban salir a relucir una máscara que con los años me ha ido colgando las opiniones y los reproches de gente que nunca me entendió y que nunca lo hará. Soledad, quizá.
Y es que para mí, aunque alguien no lo crea: una persona es mucho más que una fachada. Mucho más que alguien que te acompaña y forma una naranja. Para mí la persona perfecta no es un complemento.
No soy nadie para dar lecciones de cómo hay que ser o dejar de ser. Pero, subida en este puente y mirándome a mí misma, intentando averiguar por qué parece que estoy en el mismo lugar tantos años después, me pregunto y afirmo muchas cosas. Entre ellas, de qué me sirvió tanta apariencia, tanta sonrisa fingida y cuándo fue la última vez que mi cuerpo no dictaba lo contrario que mi corazón.
Para mí, la persona perfecta es aquella que asume que tiene mil imperfecciones y es capaz de ser feliz con ellas. Aquella que me mire y se enamore de la luz de mis ojos al mirarla, no de su color. Esa persona que vea en mi interior todo lo que no encuentra en el suyo. Que viva y deje vivir. Que no critique con maldad, que disfrute de cada segundo a mi lado. Una persona que me deje amarla tal y como es, que no se esconda de mí porque sabe que puede confiar en que pese a todo: yo estaré ahí para darle el tono fosforito que necesite cada uno de sus días.
Nadie se enamora de mentes. Eso es estúpido, excusas. Yo me enamoro lo real, de lo natural. De alguien que me conquiste por la belleza de su interior, antes de fijarme en cuántas horas se tiró esa maana delante de un espejo. Que no me complemente sino que me complete. Que me deje entrar y no quiera dejarme salir jamás. Que en mis momentos de rabia me apriete contra su pecho y pueda desahogarme entre lloros y sollozos el tiempo que haga falta.

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